Manoguayabo, 16 de septiembre de 2014
Queridos amigos:
Imagino que este mes estará siendo, para muchos, un tiempo de vuelta a la normalidad, después de las vacaciones veraniegas. Confío que todo vaya bien.
Como en ocasiones anteriores, en este mes de septiembre tengo para contaros una noticia triste y otra alegre. La noticia triste ya es conocida por muchos de vosotros, porque hablé de ella por Facebook. Se trata de la pequeña Chipi, la niña de siete añitos de la que os hablé en mis últimas cartas, “mi Chipirón”, como yo la llamaba.
Por desgracia, Chipi murió en la noche del viernes 5 de septiembre. Había estado con fiebre los días anteriores. Yo pasé a verla el miércoles de esa semana y estaba muy calentita y con los ojitos vidriosos. Durante el rato que estuve se rió bastante porque la cargué en brazos y estuvimos “bailando”, como otras veces habíamos hecho. De ese momento se me han quedado grabadas dos cosas: una, la sensación ya tan familiar al ponerle la mano en su espalda y sentir cada una de sus vértebras saliditas para afuera debido a su extrema delgadez. La otra, sus ojitos medio sonrientes, clavados en los míos, mientras se dejaba hacer en ese baile improvisado. Fue mi último contacto con ella estando vida, nuestro último baile juntas.
Cuando el sábado por la mañana me llamaron para darme la noticia, podéis imaginar cómo me sentí. De primeras mi mente se negaba a creerlo, de hecho, creo que repetí mi pregunta dos veces, con la esperanza de haber oído mal el mensaje que me acababan de dar. Después, mientras me daba una ducha rápida, recuerdo que me acribillaba la pregunta del por qué. Sólo era capaz de decirme y de decir a los demás que “estas cosas no deberían pasar”.
Cuando llegué a su casa, había mucha gente fuera. Entré y allí estaba, dentro de una cajita azul claro, con un vestidito blanco y una cintita blanca en el pelo. Muy bonita, la verdad, y con el rostro sereno. Por fin Chipi estaba descansando de tanto sufrimiento. Sin embargo, saber eso no evitó que me sintiera muy triste. Esa tarde llovió, más bien diluvió; vamos, que el tiempo no acompañó mucho para levantar el ánimo. Además de la tristeza humana, sentí mucha indignación por diversos motivos. Algunos de ellos, los “mencionables”, son el mismo hecho de que Chipi tuviera VIH-SIDA y no se lo detectaran hasta que tuvo tres añitos; la falta de responsabilidad de los padres ante ciertas situaciones; el hecho de que Chipi muriera en un motor (una moto), lejos de los suyos, mientras una vecina la llevaba al hospital, y que terminaran volviéndose a la casa, cuando ésta se dio cuenta que Chipi había muerto, sin llegar siquiera a dar la posibilidad de que un médico certificara su muerte. Es verdad que aquí eso es muy frecuente, y que la gente prefiere que los suyos mueran en casa en vez de en el hospital porque así se ahorran muchos papeleos y, por tanto, dinero. Pero a mí es algo que me sigue indignando.
El caso es que mi pequeño Chipirón se fue. Ya no hará con sus manitas el signo de la vida, como hacía cuando le tiraban una foto, porque ya está viviendo la Vida verdadera, la Vida eterna junto a Dios. Me deja tranquila saber que, quienes la conocían bien, piensan que sus últimos dos meses de vida fueron los que más calidad tuvieron gracias a la ayuda que le prestamos y al cariño que le ofrecimos.
Su vida ha sido corta pero, aunque ella no haya sido consciente, ha trastocado los esquemas de algunas personas, haciéndoles plantearse cuestiones importantes. Por eso es fácil ver que su corta vida, a pesar incluso de las circunstancias, ha tenido sentido. Así que… sólo me queda agradecer a Dios lo que a mí ella me ha aportado personalmente, que ha sido un regalo, y lo que sé que ha significado para otros.
La segunda noticia que quería contaros en esta carta tiene que ver con una nueva actividad que hemos organizado. Se trata de unas clases de alfabetización para niños y adolescentes que no van a la escuela. Creo recordar que en alguna carta anterior os hablé del grave problema que tenemos en el Batey con la educación, y es que las escuelas que hay no son suficientes para acoger a tantos niños como tenemos en la zona. Tanto es así, que pasan de 500 los niños de distintas edades que nunca han pisado una escuela y, por tanto, no saben ni leer, ni escribir, ni contar…
Ayer empezamos con estas clases. Están viniendo 16 niños, entre 4 y 15 años, todos muy ilusionados por la oportunidad que se les ofrece, y con muchas ganas de aprender. Apenas tenemos recursos, pero confiamos que poco a poco irán apareciendo y, en caso contrario, ¡ya nos iremos apañando como podamos! Lo importante es la ilusión de los niños y también la de los voluntarios que se están haciendo cargo de su proceso de aprendizaje. Hay otros muchos niños que ya están en lista de espera, pero aún no podemos aceptarlos porque hay pocos maestros voluntarios para darles clase. Por tanto, por favor, “pedid al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (cfr. Lc 10, 2).
Por lo demás, todo sigue su curso. Por desgracia, hay un brote de meningitis en la zona que se llevó a un niño la misma semana que murió Chipi y que tiene en cama a unos 5 ó 6 de nuestra escuela. El asunto es grave. También en el barrio ha habido algún que otro sustillo con las tormentas eléctricas que hemos tenido estos días pero, que yo sepa, nada demasiado catastrófico. Eso sí, muchas casas, al estar construidas con tablas o troncos de madera que no encajan a la perfección, se han inundado bastante y se han dañado las pocas cosas que había dentro. Como siempre, quienes más afectados se ven son los más pobres entre los pobres.
Bueno, esto es todo por ahora, pero ya os seguiré contando cómo evolucionan algunas de estas historias. Mientras tanto, ¡se me cuidan!, como dicen por aquí.
Un abrazo grande para cada uno y hasta el próximo mes.
Lidia Alcántara Ivars, misionera claretiana