CARTA DESDE MANOGUAYABO

Batey Bienvenido, Manoguayabo, 24 de abril de 2017

Queridos todos:

¡¡¡Feliz Pascua de Resurrección!!! Confío que todos hayáis podido vivir una Semana Santa profunda, y que, de una u otra manera, podáis experimentar la presencia de Cristo Resucitado en vuestra vida.

Antes de nada, he de pedir disculpas por no haber enviado la carta el mes pasado. Realmente el mes de marzo fue tremendo puesto que, además de lo habitual, se me juntaron otras cositas propias de la Congregación y también las convivencias con cada uno de los cursos de la escuela, además de otras actividades de pastoral. Como me ha ocurrido otras veces antes, mentalmente debí escribir al menos cinco cartas, pero me faltó el tiempo para materializarlas por escrito 😉 Después, el 1 de abril salí de viaje por dos semanas. Estuve en Honduras y en El Salvador, prestando un servicio en las tres comunidades que tenemos en esos dos países. Fue una gozada compartir con las hermanas y conocer la misión que realizamos allá. Y me encantó, lógicamente, tener la oportunidad de visitar en El Salvador algunos de los lugares de Monseñor Romero. Como digo, una experiencia muy bonita que me siento muy agradecida de haber podido vivir. De antes de irme puedo contaros una estupenda noticia. Y es que el bueno de Elías, de quien os conté hace unos meses lo de la pierna, por fin ha podido operarse, gracias a la generosidad de un donante que apareció. Por el momento está todo bien, sólo falta que la recuperación llegue a buen término y pueda volver a caminar con normalidad. Luego, al regresar de mi viaje, me encontré con una noticia triste: la muerte de Contise, una de las personas más queridas del batey. Era un hombre mayor, de una fe increíble. Ya llevaba bastante tiempo mal, y en los últimos meses habían tenido que hospitalizarlo dos veces. Pero él siempre insistía a su mujer que, cuando lo viera mal como para morirse, no lo llevara al hospital, puesto que quería morir en casa y cerca de la iglesia y de su gente. Unos días después también murió Emisila, una señora también mayor, ciega y sin piernas. Solía estar siempre sentada en su silla de ruedas, a la puerta de su casa y realmente era toda una “tiguerona”, como dicen por aquí. A pesar de no ver, solía estar pendiente de todo el que pasara por delante, y le pedía unos pesitos, como los niños. Cuando yo me sentaba un ratito con ella a charlar, me decía que le encantaría montarse en avión y ver todo desde el cielo. Ahora ya lo estará viendo, sin necesidad de pagar un pasaje de avión…

Una noticia buena que me encontré al regresar es que por fin nuestra capilla de Bienvenido está siendo atendida por el nuevo párroco. Y al decir “atendida” me refiero, entre otras cosas, a que viene a celebrar la eucaristía con frecuencia. El anterior párroco tenía a su cargo once comunidades, y hacía lo que podía, pero a la nuestra sólo venía a celebrar el primer domingo de cada mes, y eso, si no surgía algún imprevisto de última hora. Lo destinaron a otro lugar y vinieron dos religiosos. De primeras se dedicaron más a las otras comunidades, pero después de una conversación, el mismo párroco decidió venir a apoyarnos. Así, excepto dos días a la semana, todos los demás viene a celebrar misa, está ofreciendo formación… se le ve con ganas de cuidar la fe de los miembros católicos del batey. Es una bendición, porque esa era una de las grandes pobrezas que siempre ha habido aquí. La falta de formación religiosa de la gente es un factor clave para muchas cosas, y provoca cacaos mentales tremendos. Estoy segura de que esto va a ser un gran bien para la comunidad.

Por otra parte, se siguen sucediendo historias entre esta gentecilla que a una le parten el corazón. Por ejemplo, la de Nègeli. Es una muchacha que tiene un bebé lindísimo. Apareció un martes, que es uno de los días que estoy en la oficina atendiendo a la gente que necesita documentarse. Venía para ver si la podía ayudar a hacerse su pasaporte. Como no tenía aquí su acta de nacimiento, le dije que íbamos a encargar primero un extracto que hace las veces de acta. Me contó que a su marido lo habían agarrado los de inmigración dos días antes y se lo habían llevado para Haití. Se había quedado sola, sin nada, y no tenía ni leche para darle al niño, así que le entregué una bolsa con alimentos básicos que tenía allí para otra persona. A los doce días volvió a aparecer, un sábado por la tarde. Venía con una pequeña mochila en su espalda, en la que cargaba “todo” lo que tiene, y con el niño en brazos. Estaba fatal, porque la dueña de la casa que tenían alquilada la había puesto en la calle esa misma mañana con la excusa de que, al no estar el marido, sabía que ella no iba a poder pagar el alquiler. Casi se iba a hacer de noche, así que llamé a mi compañera Ana, por ver dónde podíamos llevarla para pasar la noche. No localizamos a nadie de confianza que tuviera sitio en su casa, así que cogí de casa pan, galletas, leche, plátanos y una colchoneta, y la llevamos a la casita que tengo alquilada para dar las clases de alfabetización. No os podéis imaginar su cara de agradecimiento por tener un techo. Le dijimos que podía dormir el fin de semana allí, pero que al día siguiente debía ponerse a buscar alguna casita barata. El lunes por la mañana vino a decirme que la había encontrado. Le di el dinero para pagar el alquiler de un mes y le dije que fuera donde vivía antes y avisara a las vecinas, para que cuando apareciera su marido la pudiera encontrar. Él apareció por la escuela un rato después. No se habían cruzado por el camino. Me contó que había llegado la noche anterior, ya de madrugada. Al no encontrar a su mujer en la casa y no poder preguntar a nadie, se fue al parque y allí se durmió en un banco. Por la mañana volvió a ir y las vecinas le dijeron que lo último que supieron de ella es que el sábado se fue “a ver a la monja”. Venía a preguntarme si sabía algo de ella y ya le conté. Por su parte, él me contó sus peripecias. Cuando lo soltaron en Haití, sin un chele en el bolsillo, empezó a caminar rumbo acá. Después de varios días, pudo cruzar la frontera, con tan mala suerte que lo agarraron de nuevo y volvieron a llevarlo a Haití. Empezó de nuevo, la segunda vez con más suerte. Ya dentro de República Dominicana consiguió un trabajito por el que le dieron 2.000 pesos y con eso pudo pagar a un camionero que lo acercó a la capital y ya, desde ahí, llegó al batey. De veras, son historias increíbles las que esta gente, ¡y tantas otras!, viven en nuestro mundo.

Esta mañana, Négeli vino a verme de nuevo. Llamó a su familia ayer y le dijeron que su mamá está bastante enferma, con probabilidad de morir pronto. El marido no encuentra trabajo (parece ser que tampoco es que se esfuerce demasiado en buscarlo) y están pasando mucha necesidad. Me decía, con mucha angustia, que le gustaría estar con su madre cuando muera. Así que le he dado su extracto, unos pesitos para el viaje y le he recomendado que no vuelva. Al menos en Haití tendrá un techo familiar y podrá sembrar algo en el conuco, para poder alimentarse. Seguramente en estos momentos estará como aquel sábado, cargando atrás su mochilita y delante a su bebé, embarcada en la peligrosa aventura de cruzar una frontera sin tener más documentos que el extracto de nacimiento que le conseguí. La despedida ha sido muy emotiva. El agradecimiento que brotaba de su mirada, de sus palabras y de sus abrazos me ha hecho llorar. Supongo que no volveré a verla nunca más, ¡eso espero! Porque si malas son las condiciones de vida que puede tener en su país, peores son las que tiene aquí. Y ella y su hijo se merecen poder vivir con más dignidad. ¡Que el Señor de la Vida los bendiga a los dos!

Pensaba contaros más cosas, pero veo que llego ya al final del segundo folio y no quiero que, por larga, mi carta os aburra. Así que lo dejo aquí y el próximo mes vuelvo. Un abrazo grande para cada uno y mis mejores deseos para este tiempo pascual en el que, parafraseando la felicitación de hace varios años de un hermano querido, tenemos 50 días para aprender a vivir… pero de verdad.

Lidia Alcántara Ivars, misionera claretiana